CUENTOS : EL FEDERAL (III)


   










 EL FEDERAL – Parte III.

 

Autora: Alexina Reborn

Ínstagram: @purretina.doc

 

Naranja. Quién entrase a su habitación al segundo podría identificar el aroma, y quien pasase, si es que dejaba la puerta abierta, se apoyaría contra el marco algunos instantes para dejarse invadir hasta los ojos. Así era de intenso.

 

Albahaca. Si tenía preferencias en la vida, esas eran las pastas con la mezcla perfecta de aquellas hojas, machacadas con la magia del ajo y el aceite de oliva. No existía felicidad más grande a la hora de comer.

 

Tamarindo. La noche del primer día que llegó a esa ciudad, se embriagó con una bebida hecha a base de aquel fruto. Desde entonces, lo llevaba a cantidades en algún bolsillo para devorarlos mientras caminaba o aguardaba el tren.

 

Alstroemeria. Sentía debilidad por la belleza de sus flores, porque tenían el color de los días de verano y primavera. Se la había regalado una florista que dos veces visitó su cama y nunca más la volvió a ver. Esa planta había conquistado como reino el alféizar de su ventana para ser vista desde lejos.

 

Laurel. Una vez por semana recibía de las manos culinarias más especiales, un estofado perfumado con esas hojas emperatrices que se festejaban en sus sentidos, así como la mirada de su querida amiga anciana, dueña de una santería, que insistía en abarrotar de alimento su cuerpo flaco.

 

Irupé. Era una señora fantástica. La había visto bordada en una funda de guitarra de un músico callejero, que con el tiempo se convirtió en su compañero para inventar armonías. Había escrito su historia en un papel que hacía de señalador para libros, y se había dibujado para siempre sus formas en la piel.

 

Alba. Era el nombre que jamás olvidaría.

 

No lo negaba. Tenía una importante fijación por las palabras, los aromas, la música y los colores. Esos eran los componentes que aparecían dentro y fuera de la buhardilla que se había convertido en su hogar, en lo alto de aquel viejo café. El Federal guardaba historias fáciles de descubrir, nada más había que saber encontrar. Una de las más bonitas la relataba el buzón que adornaba la entrada. Había preguntado si seguía funcionando, y a pesar de la negativa, una vez que echó la primera carta no logró detenerse. El sobre no viajaría hacia ningún lugar ni convocando al mejor hechizo, sin embargo escogía una dirección al azar, la apuntaba, llenaba un lado de cualquier hoja con alguna historia y dejaba que se la tragara esa boca roja despintada.

Le hubiese gustado tanto saber cómo era la sensación de conformar una comunicación con la distancia, pero era muy joven y esas utilidades ya habían pasado.

Ella buscaba constantemente sucesos y objetos que se recordaran para siempre. Si el sol no salía, lo esperaba, si la lluvia tardaba en llegar, la pedía, alzándose de puntillas y brazos, para que su voz consiguiera llegar mejor a destino.

Una mañana, recordaba, casi al amanecer, se había estirado con esfuerzo titánico sobre la punta de sus pies, implorando una lluvia que consiguiese salvar su alstroemeria de una muerte segura. Logró que lloviera durante cuatro días, tan urgido había sido su pedido. Pero la alstroemeria continuaba su camino hacia su propia raíz. Al quinto lluvioso día, sin paraguas, sin botas pero con medias que daban risa, fue en busca desesperada de alguna doctora de manos de tierra. Corrió, desastrosa con sus pies grandes, porque se elevaba como pluma, pero corría como una destartalada carreta por camino de grava.

El hijo de Dios que deambulaba por la vereda de la iglesia la saludó, invitándola al mismo tiempo a la epifanía que se ofrecería en breve, mas ella solamente acusó la salutación y se negó casi llorando. Llevaba a una moribunda entre sus brazos.

Entonces acaecieron algunos de los sucesos y objetos que recordaría para siempre. Aconteció tal cual todas las personas del mundo desearían que les pasara, porque era sabido que el mundo entero ansiaba que sucediera de esa manera. Que el viento susurrante de amor llegara justo doblando la esquina, esa esquina repetida que armaba la imaginación. Algunas iban adornadas con balcones o cariátides, otras con árboles, otras con música. Pero todas se asemejaban.

Esa esquina la encontró a ella.

El viento susurrante de amor había salido de una librería, tres inviernos atrás. No…, no fueron tres inviernos, fueron muchas estaciones después, sin embargo se percibía ese tiempo, porque con ella se medía de otra manera. El viento había chocado con ella sin ver entre sus brazos, sin darse cuenta de sus cabellos mojados, ni de sus dramáticos ademanes. El viento buscaba una calle, porque nunca se pudo ubicar en ningún lado. Eso lo sabría después, porque hacía poco tiempo que había llegado a esa ciudad.

Ante el silencio, el viento por fin la miró, de norte a sur y de este a oeste, bordeando bahías, bajando laderas. Al escuchar el triste resuello de la bella alstroemeria, se olvidó de la calle. El viento le hizo otra pregunta y la buscadora contestó a bases de tartamudeos. Tan dramático fue aquel relato, que unieron voluntades para buscar a la doctora de manos de tierra. Y la encontraron. Cuando finalmente la lluvia hubo mermado en su afán, les reveló un diagnóstico favorable. Un poco de reparo de los elementos y nada más.

Continuaron caminando, recordaba, dentro de ese otoño que soltaba la tarde y traía el anochecer. A una hora precisa que nunca sabría, el viento, que iba medio paso adelante, dejó de ser viento únicamente. Le dijo su nombre entre sonrisas que rozaron su nariz, y allí supo que no podría dejarla marchar sin antes presentarla formalmente con sus otros aromas y gustos que no quedaban muy lejos.

Entonces acaecieron más de los sucesos y objetos que recordaría para siempre. Toda ella la remontaba a la primera vez que escuchó un bandoneón. Nunca antes había tenido la oportunidad de estar frente a un instrumento con tanto poderío de vida. Ella había llorado con él, recordaba, a la vez que una jauría de hojas verdes, de hojas de sol, se meció contra su corazón. Pecíolos y hojas se engarzaron a él.

Cada vez que el fuelle expulsaba su aire, como si se tratase de un sistema respiratorio particular, ella lo robaba a bocanadas para encausar su propio hálito.

Con aquel viento llamado Alba no había sido distinto. Enseguida supo que todo el aire derrochado por ese fuelle había sido una desinteresada dádiva para ese momento. Intentó utilizar esa artimaña todo el tiempo que estuvo con ella, mesa de por medio, después de invitarla valerosamente a tomar lo que quisiera en su cafetín predilecto. Porque sus ojos eran de jade, sí, como la piedra que veía en las vidrieras de las joyerías o en las revistas. Porque las variedades de su risa eran todas las meretrices de la historia juntas, sí… Pero lo que realmente le cerraba la garganta era su arco de Cupido. Ese puente que terminaba en un labio superior, fino, desprovisto de curvas en sus extremos.

No fueron años, pero sí fueron años. Compartió tamarindos con el viento llamado Alba. El café chocolatado de la primera vez creció robusto gracias a una pizca de ron y en aquellas caderas cultivó sus humores. Alba se embriagó de aroma a naranja, comió de las formas del irupé en su piel y le permitió revolver dentro de su morral. Alba aceptó un capricho recién nacido que escribió en su espalda, con la única esperanza de volver a esconderla en su ombligo.

No lo negaba. Ya había comenzado a ver su rostro en todas las cosas. Era una situación peculiar, ella no se parecía a nada, pero todo se parecía a ella.

El Federal guardaba historias, solo había que saber encontrarlas. Así había sucedido con Alba y las sujeciones que la cautivaban: se mezclaron. La había conocido un mediodía como ese, de un jueves, de un otoño lluvioso y húmedo.

La buscadora de recuerdos echó la carta por la boca roja despintada del buzón después de que la tormenta le hubo dado su permiso, y como le pasaba con la música, bastó un parpadeo para divisarla detrás del ventanal, a la vera de las cigarras, con los duendes que no habían esperado a la noche, revoloteándole. Había llegado antes; ella tampoco había querido esperar a la caída del sol.

Las manos se elevaron al fuelle de su pecho, a la vez que la veía absorta en un papel que gastaba su lápiz.

Una promesa sería cumplida.

 

Un dedo recorría la palma de su mano desde la base hasta el nacimiento de los dedos, una y otra vez, hurgando en su humedad, presionando las partes blandas. Tiraba de ella a medida que se acercaban a la habitación. Alba observaba su espalda arrogante, su mano de acero rojo alrededor de la suya, y los peldaños y los ruidos desaparecían. En su lugar asomaba la respiración errante que hacía rato comenzó a marearla. Esa criatura era de las más poderosas que había conocido.

La puerta de la habitación se abrió y dio lugar al refugio acogedor, ya conocido, de postales y carteles pegados en la pared, de repisas abarrotadas de libros, de pequeña mesa llena de partituras y una taza de café de días, de cama estrecha, de techo bajo, desde donde colgaban algunas lamparillas que racionaban en todas direcciones sus tenues incandescencias.

El piso de madera chirrió bajo el par de pies, y al mismo tiempo una mano se lamentó cuando la que la sostenía la dejó caer para abrir las hojas de la ventana de par en par. La noche se llevó el último aroma a naranja que había quedado del día. Alba cerró la puerta y se apoyó en ella sin dejar de observarla.

—¿Encontraste mensajes de capitanes detrás de algún zócalo?

La buscadora exhaló un suspiro al escucharla, pero no se volvió. Sus manos se apretaron al marco. Todo su exagerado oropel moría siempre que cruzaban la puerta. En la soledad de ese cuarto, Alba la subyugaba. Se mordió una risa ahogada para que no se le notara tanto y sacudió la cabeza.

—Mari me mataría. Dice que sería más factible encontrar mensajes dentro de las botellas olvidadas en el río. Si llegara a mellar alguna madera de esta anciana habitación, me echaría sin mirar atrás.

Alba acompañó su sonrisa dando algunos pasos hacia ella.

—No molestes a la guardiana. ¿Dónde iría a buscarte?

La habitante de aquel lugar tragó saliva y por fin se giró. La encontró a una escasa distancia. Esa sentencia se firmó a sus pies, como la culminación de un hecho trascendental. Ella querría encontrarla, y esa intención echaba a volar todos los cimientos de aquel edificio.

—¿Me buscarías? —preguntó ansiosa.

Sin abandonar la sonrisa, Alba asintió. La pasión que veía bailar en esa mirada encendió las luciérnagas en su pecho. Birlaban las sombras nocturnas.

—¿A quién nombraría de hacerlo? —desafió, mojándose los labios. Quería besarla, desde antes de encontrarla quería besarla.

—A la amante de ciertos aromas, colores y sabores —respondió la otra, implorando a sus dientes retener un poco del aire que se escapaba. Era cercada rápidamente por ese viento incontrolable.

—Aroma cítrico, ojos de alstroemeria, bolsillos manchados por tamarindos maduros…—Alba estiró su brazo izquierdo permitiendo apenas que sus yemas rozaran el centro de su pecho sobre el sweater oscuro—. No puedo llamarte criatura por siempre.

El aire abandonó a la buscadora finalmente. Sus resquicios de humedad se secaron, sus labios se agrietaron y al instante, ciertas reflexiones fundamentales le punzaron la frente. Entonces quieres quedarte conmigo, con esas cartas que nadie leerá, con la noche que me persigue. Yo me quedo con tus duendes a cambio, con tu aliento cuando duermes y tu garganta con arena.

Temblorosa, avanzó medio paso, dando el consentimiento a que esa mano se abriera por completo sobre su pecho, y así, definitivamente arrancarle el corazón cuando ya no hacía falta.

Alba ahuecó su mano para dejar que aquel latido se expandiera a sus anchas. Nunca había tenido un corazón en su palma.

—¿No voy a besarte hoy? —suspiró.

—¿Dejaré de mirarte hoy? —la criatura se acercó más.

El otro brazo de Alba se elevó para abarcar la base de la nuca entre cabellos despeinados.

—Con todos mis labios —confesó Alba.

—Cuando el sueño se acerque le clavaré un puñal por la espalda —juró aquella, formando un continente en su boca para recibir a la que aguardaba. Sus ojos vagaron por lunares, por el arco de Cupido, pero Alba no cercó la distancia hasta que no se amarró a la orilla de sus caderas, sobre la lana del vestido ajustado.

Y ahora sí, la lengua de Alba se antepuso. Con una parsimonia enloquecedora mojó las grietas de esos otros labios abiertos. Realizó una circunferencia desbocada y se dejó llevar, hechizada. La criatura bebió de su saliva como una moribunda y reemplazó sus fluidos con los de ella. El céfiro otoñal se coló por la ventana, sobre la alstroemeria, alrededor de los cuerpos.

El flujo que bajaba del útero de Alba era lava. Pujaba por alcanzar sus tobillos, pero con esa criatura nunca llegaba ni a la mitad de sus muslos, porque el caudal desembocaba en la geografía de una falla líquida e impetuosa o de una cueva mágica.

Los besos en su boca terminaron. Alba se quejó, mas la voz que escuchó muy pegada a su oreja cimbró en su vientre.

—Tengo estas nostalgias que se me enredan.

Alba arqueó su espalda al sentir aquellos largos dedos perderse por el elástico de su ropa interior.

—Hoy no llegan los valsecitos desde la calle —continuó, mordiendo su piel—. Pero puedo hablarte de Macorina.

—¿Macorina? —musitó su amante, casi desfallecida de deseo.

—Supe de ella desde que nací, y la aprendí de memoria.

Suspendida en el espacio, Alba esperó el susurro de la historia que había escuchado pocas veces, solo en tertulias de voces más añosas. Cuando aquella prostituta se anunció por fin, con una densidad extraña a sus oídos, el alma se le contrajo con excitación. Esta vez era una voz dedicada a ella, cargada de deseo y vapor.

La primera estrofa fraseada le devolvió el corazón a su palma, porque su criatura lo quería allí. Porque la había bautizado Macorina y hablaba de sus tiempos y la describía, y hablaba del frenesí que latía entre las dos. Y la boca, la cintura...

El amor y la guerra, antípodas y analogías que alguien se atrevió a comparar y a teorizar con sus principios, victorias y derrotas.

Las manos de Macorina bajaron. Ya no eran guiadas por la trovadora. Se volvieron autónomas. Marcaron el vientre. Desabrocharon botones, corrieron márgenes, cosquillearon entre el vello de la cumbre, caminaron hacia la piel de los muslos y subieron de repente. Una de ellas los separó y la otra sostuvo el vértice empapado.

La criatura detuvo el fraseo, se agarró de algún borde imaginario y su gemido se liberó al cielo.

—No vas a esperar a que termine el baile —susurró entrecortada.

—No puedo —resolló Alba, frotando su vulva rítmicamente—. Quieres mi mano aquí.

Claro que la quería allí. Su voz la abandonó. En cambio, destellos fueguinos comenzaron a repiquetear contra sus ojos cerrados con cada serpenteo de dedos a lo largo de su vulva hinchada. Sintió un ruego soplando su mentón, pero no conseguía escucharlo. El placer hacía de su cuerpo una bandera flameada por ese viento. “Sigue cantando”, descifró en la lejanía, junto a un lengüetazo por la extensión de su garganta.

Lo intentó, juraba por ese amor impulsivo que lo intentó. Alba jugó entre sus labios y curvó sus dedos para penetrarla. Era una fantasía dadivosa de carcajadas eróticas también, así que no evitó vociferar. La habitación se emborrachó de orgía. El olor a mujer, el oro que Alba extraía del relieve de las paredes de su interior, el sonido líquido de sus movimientos contra la carne, el sudor, las hembras apretadas, revolviéndose en el fuego.

Alba se vio estrujada cuando poderosos espasmos le avisaban que el orgasmo ya la estaba mordiendo. Lo vio todo, embobada de lujuria. Lo sintió todo, y por una vez dejó que los gritos se los llevaran las estrellas y no su boca. Contemplar a esa criatura era el precio justo para Alba; no quería otro.

Esperó paciente a que el rostro carmesí se ajustara a su frente y que su estatura dejara de temblar. Ahora sí quería que la mirase, porque saldría de su interior para agacharse y lamer amorosamente su derroche. La desnudaría de sus zapatos y pantalones, y se colocaría entre sus piernas, porque sabía que le encantaba rozar su piel desnuda con las ropas. Pero antes de que le arrebatara el sweater, la buscadora, todavía gimiente, la abrazó y se prendió a su boca.

Ahora solo quedaba una promesa por cumplir antes de que los corceles se lanzaran a la carrera. Fijó su muslo en la entrepierna de Alba y ella se despegó de sus labios con un chasquido lastimero.

—Dime tu nombre —exigió entre resoplos profundos.

—El río de Alba pronto sobrepasará sus tobillos —habló la otra con una mueca socarrona—. Primero me robaré todas las semillas, porque de caer al suelo llenarán de árboles este pequeño mujerío.

Su mirada roja se encaprichó con ella y nada pudo hacer. Cerró los ojos, entregada. Esa señal, ese faro marcó el camino hacia la cama revuelta. Levantó su vestido, bajó su ropa interior y ambas cayeron.

La buscadora robó entonces todas las semillas y raíces. Otro olor a mujer se enredó en las sábanas. Otra vez la voz ronca de Alba, otra vez sus pequeñas manos desesperadas, abollonándole los cabellos.

Se libaron, resbalaron entre sí, lanzaron risas de pájaros entre dientes. La música que no había entrado por la ventana esa noche salió disparada de aquella habitación. Berreó por las esquinas, rebotó en los adoquines, chocó contra el campanario. Las hijas del deseo fueron convocadas alrededor de una música, de una hoguera que formaría parte de los recuerdos para siempre.

 

 

 

La claridad de esas horas participaba a una de las amantes de que la oscuridad concluía. Y como bien lo decía su nombre, Alba se llenaba de vida ante ese acontecimiento. Se sonrió, dando una calada a su cigarrillo, y con el humo que se alzaba dibujó dadaísmos. Pero había otro arte que le daba una plenitud distinta detrás de esa estela gris. A escasos pasos, la cama mostraba una figura que las sábanas apenas cubrían. Un pecho altivo y su lunar le recordaron al amor.

Apacible no dormía, lo sabía por sus movimientos. Esa criatura le había mostrado algunas de las cosas que adoraba, le había regalado pistas de lo más encantadoras, la había confundido igualmente, mas Alba las había sabido descifrar, porque las palabras no la engañaban. Aquellas cosas y muchas otras comprendían el universo de Natalia.

Paladeó otra vez el tabaco e infinitamente ese nombre. Todavía no te lo he dicho, pero es de mis favoritos.

—Natalia —susurró, alargando la caricia hasta sus piernas estiradas.

Al escuchar su nombre, aquélla entreabrió los ojos con deleite. Ya contaba con una risueña paz y una voz que sabía de su existencia. La observó entre parpadeos lentos y comisuras cosquilleantes. Era tan pequeña que cabía sentada en el descanso de la ventana, abrazada a sus piernas, completamente desnuda. Parecía esperar las luces que tímidamente despertaban. En algunos minutos seguramente atraparía al sol para compartírselo.

—¿El amanecer trajo mi nombre? —Natalia levantó un brazo en su dirección.

Alba asintió.

—Fue un eco que encontró este camino.

—Repítelo sobre mi ombligo, por favor, para hacerlo inolvidable.

La mano extendida de Natalia rozó su hombro, su mejilla. Desanudó sus piernas. Alba apagó el cigarrillo, abrió un poco las hojas de la ventana para que el humo se fugara, saludó a la alstroemeria con una caricia y pidió que el sol incendiara el horizonte.

Natalia contempló deslumbrada ese fenómeno. Allí estaban los picos del sol asomados detrás de sus pestañas, solo para ella. Queriendo alargar un poco más el favor del tiempo, tiró ferviente de los hilos para que Alba atrapara su mano de una vez.

El camino fue sencillo. Hacia su cuerpo, hacia su abrazo.

Sí. Esa ventana daba la bienvenida a un viernes soleado de comienzos de otoño, un poco menos húmedo que aquel tercer jueves lluvioso del mes. Desde un lugar de la habitación, se escuchaba reír luego de algunos besos golondrina. Tal vez un café chocolatado después, ¿por qué no? Sí, hasta envejecer el tiempo, dentro de ese cafetín con olor a historias eternas, ubicado sobre la callejuela empedrada.

 

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