CUENTOS: EL FEDERAL (II)


            










EL FEDERAL -Parte II.

 

 

Autora: Alexina Reborn

Ínstagram: @purretina.doc

 

Naranja. Quién entrase a su habitación al segundo podría identificar el aroma, y quien pasase, si es que dejaba la puerta abierta, se apoyaría contra el marco algunos instantes para dejarse invadir hasta los ojos. Así era de intenso.

 

Albahaca. Si tenía preferencias en la vida, esas eran las pastas con la mezcla perfecta de aquellas hojas, machacadas con la magia del ajo y el aceite de oliva. No existía felicidad más grande a la hora de comer.

 

Tamarindo. La noche del primer día que llegó a esa ciudad, se embriagó con una bebida hecha a base de aquel fruto. Desde entonces, lo llevaba a cantidades en algún bolsillo para devorarlos mientras caminaba o aguardaba el tren.

 

Alstroemeria. Sentía debilidad por la belleza de sus flores, porque tenían el color de los días de verano y primavera. Se la había regalado una florista que dos veces visitó su cama y nunca más la volvió a ver. Esa planta había conquistado como reino el alféizar de su ventana para ser vista desde lejos.

 

Laurel. Una vez por semana recibía de las manos culinarias más especiales, un estofado perfumado con esas hojas emperatrices que se festejaban en sus sentidos, así como la mirada de su querida amiga anciana, dueña de una santería, que insistía en abarrotar de alimento su cuerpo flaco.

 

Irupé. Era una señora fantástica. La había visto bordada en una funda de guitarra de un músico callejero, que con el tiempo se convirtió en su compañero para inventar armonías. Había escrito su historia en un papel que hacía de señalador para libros, y se había dibujado para siempre sus formas en la piel.

 

Alba. Era el nombre que jamás olvidaría.

 

No lo negaba. Tenía una importante fijación por las palabras, los aromas, la música y los colores. Esos eran los componentes que aparecían dentro y fuera de la buhardilla que se había convertido en su hogar, en lo alto de aquel viejo café. El Federal guardaba historias fáciles de descubrir, nada más había que saber encontrar. Una de las más bonitas la relataba el buzón que adornaba la entrada. Había preguntado si seguía funcionando, y a pesar de la negativa, una vez que echó la primera carta no logró detenerse. El sobre no viajaría hacia ningún lugar ni convocando al mejor hechizo, sin embargo escogía una dirección al azar, la apuntaba, llenaba un lado de cualquier hoja con alguna historia y dejaba que se la tragara esa boca roja despintada.

Le hubiese gustado tanto saber cómo era la sensación de conformar una comunicación con la distancia, pero era muy joven y esas utilidades ya habían pasado.

Ella buscaba constantemente sucesos y objetos que se recordaran para siempre. Si el sol no salía, lo esperaba, si la lluvia tardaba en llegar, la pedía, alzándose de puntillas y brazos, para que su voz consiguiera llegar mejor a destino.

Una mañana, recordaba, casi al amanecer, se había estirado con esfuerzo titánico sobre la punta de sus pies, implorando una lluvia que consiguiese salvar su alstroemeria de una muerte segura. Logró que lloviera durante cuatro días, tan urgido había sido su pedido. Pero la alstroemeria continuaba su camino hacia su propia raíz. Al quinto lluvioso día, sin paraguas, sin botas pero con medias que daban risa, fue en busca desesperada de alguna doctora de manos de tierra. Corrió, desastrosa con sus pies grandes, porque se elevaba como pluma, pero corría como una destartalada carreta por camino de grava.

El hijo de Dios que deambulaba por la vereda de la iglesia la saludó, invitándola al mismo tiempo a la epifanía que se ofrecería en breve, mas ella solamente acusó la salutación y se negó casi llorando. Llevaba a una moribunda entre sus brazos.

Entonces acaecieron algunos de los sucesos y objetos que recordaría para siempre. Aconteció tal cual todas las personas del mundo desearían que les pasara, porque era sabido que el mundo entero ansiaba que sucediera de esa manera. Que el viento susurrante de amor llegara justo doblando la esquina, esa esquina repetida que armaba la imaginación. Algunas iban adornadas con balcones o cariátides, otras con árboles, otras con música. Pero todas se asemejaban.

Esa esquina la encontró a ella.

El viento susurrante de amor había salido de una librería, tres inviernos atrás. No…, no fueron tres inviernos, fueron muchas estaciones después, sin embargo se percibía ese tiempo, porque con ella se medía de otra manera. El viento había chocado con ella sin ver entre sus brazos, sin darse cuenta de sus cabellos mojados, ni de sus dramáticos ademanes. El viento buscaba una calle, porque nunca se pudo ubicar en ningún lado. Eso lo sabría después, porque hacía poco tiempo que había llegado a esa ciudad.

Ante el silencio, el viento por fin la miró, de norte a sur y de este a oeste, bordeando bahías, bajando laderas. Al escuchar el triste resuello de la bella alstroemeria, se olvidó de la calle. El viento le hizo otra pregunta y la buscadora contestó a bases de tartamudeos. Tan dramático fue aquel relato, que unieron voluntades para buscar a la doctora de manos de tierra. Y la encontraron. Cuando finalmente la lluvia hubo mermado en su afán, les reveló un diagnóstico favorable. Un poco de reparo de los elementos y nada más.

Continuaron caminando, recordaba, dentro de ese otoño que soltaba la tarde y traía el anochecer. A una hora precisa que nunca sabría, el viento, que iba medio paso adelante, dejó de ser viento únicamente. Le dijo su nombre entre sonrisas que rozaron su nariz, y allí supo que no podría dejarla marchar sin antes presentarla formalmente con sus otros aromas y gustos que no quedaban muy lejos.

Entonces acaecieron más de los sucesos y objetos que recordaría para siempre. Toda ella la remontaba a la primera vez que escuchó un bandoneón. Nunca antes había tenido la oportunidad de estar frente a un instrumento con tanto poderío de vida. Ella había llorado con él, recordaba, a la vez que una jauría de hojas verdes, de hojas de sol, se meció contra su corazón. Pecíolos y hojas se engarzaron a él.

Cada vez que el fuelle expulsaba su aire, como si se tratase de un sistema respiratorio particular, ella lo robaba a bocanadas para encausar su propio hálito.

Con aquel viento llamado Alba no había sido distinto. Enseguida supo que todo el aire derrochado por ese fuelle había sido una desinteresada dádiva para ese momento. Intentó utilizar esa artimaña todo el tiempo que estuvo con ella, mesa de por medio, después de invitarla valerosamente a tomar lo que quisiera en su cafetín predilecto. Porque sus ojos eran de jade, sí, como la piedra que veía en las vidrieras de las joyerías o en las revistas. Porque las variedades de su risa eran todas las meretrices de la historia juntas, sí… Pero lo que realmente le cerraba la garganta era su arco de Cupido. Ese puente que terminaba en un labio superior, fino, desprovisto de curvas en sus extremos.

No fueron años, pero sí fueron años. Compartió tamarindos con el viento llamado Alba. El café chocolatado de la primera vez creció robusto gracias a una pizca de ron y en aquellas caderas cultivó sus humores. Alba se embriagó de aroma a naranja, comió de las formas del irupé en su piel y le permitió revolver dentro de su morral. Alba aceptó un capricho recién nacido que escribió en su espalda, con la única esperanza de volver a esconderla en su ombligo.

No lo negaba. Ya había comenzado a ver su rostro en todas las cosas. Era una situación peculiar, ella no se parecía a nada, pero todo se parecía a ella.

El Federal guardaba historias, solo había que saber encontrarlas. Así había sucedido con Alba y las sujeciones que la cautivaban: se mezclaron. La había conocido un mediodía como ese, de un jueves, de un otoño lluvioso y húmedo.

La buscadora de recuerdos echó la carta por la boca roja despintada del buzón después de que la tormenta le hubo dado su permiso, y como le pasaba con la música, bastó un parpadeo para divisarla detrás del ventanal, a la vera de las cigarras, con los duendes que no habían esperado a la noche, revoloteándole. Había llegado antes; ella tampoco había querido esperar a la caída del sol.

Las manos se elevaron al fuelle de su pecho, a la vez que la veía absorta en un papel que gastaba su lápiz.

Una promesa sería cumplida.

 

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