CUENTO EL FEDERAL (I)
EL FEDERAL (I)
Autora: Alexina Reborn
Instagram: @purretina.doc
Quería saber mi nombre. Imaginé decírselo cuando mi boca tragara sus dedos y tropezara con mi corazón. Imaginé que ella lo repetiría, mientras su figura desnuda recortara la luz del sol.
Llovía, como solía hacerlo todos los terceros jueves de cada mes. Ese
día, El Federal tenía las puertas abiertas de par en par aun siendo otoño,
porque la humedad del exterior levantaba hasta los postes de luz.
Se ubicaba en una vieja calle nombrada por el canto de las cigarras
que se colaba por todas partes, y que birlaba un poco la atención de la muchacha
sentada a una mesa pegada al ventanal. Garabateaba un papel. También había
encendido la pequeña vela para embellecer el espacio, aunque la claridad del mediodía
se pareciera a una supernova. Dio un sorbo a su cappuccino y mordió su chocolate;
le bastaban esos artilugios para mostrarla viva y feliz.
Alba pensaba en esas cosas mientras seguía con la mirada la
caligrafía al revés, roja, pintada en el vidrio, del nombre de aquel escondrijo.
Se dejó libar por la música típica del lugar, imaginando el largo romance que
la unía al nombre del cafetín, y llegó a la conclusión de que era una intrincada
forma compuesta de ver el tiempo. Sonriendo a media estación, se interesó luego
en buscar un anagrama, pero no encontró ninguno.
Ciertas veces la actitud de las palabras era nefasta, repensaba Alba
cerrando los ojos solo unos momentos. No deseaba perderse de esa lluvia de
otoño húmedo por sus galimatías. Tampoco se sentía cómoda en la oscuridad
durante el día.
Observó al camarero serpentear sin ganas entre las mesas y las llamadas
de foráneos. Se concentró en las cigarras. Se burló de la forma romántica de mencionar
sus retumbos primitivos como cantos y se contentó con entender que se trataba del
llamado natural a la preservación de las alas. Ciertamente, menester por el que
también se encontraba ocupando ese sitio.
Dejó distraída el lápiz sobre la mesa. Los vuelos tenían un
devenir absurdo en los tiempos que corrían, y esos tiempos una fragilidad
visceral en su necesidad de libertad.
Alba, Alba, Alba… que en las fiestas vestía un gorro rojo congestionada
de alegría. Alba tenía duendes en su armario que esperaban cada noche ver los
diamantes que el rocío le regalaba al jardín. Alba llevaba un morral tejido,
traído en algún año, donde guardaba sus cigarrillos y su libreta, caramelos y pocas
monedas. Alba era sencilla, de cabellos limpios que tragaban la luz del sol a
carcajadas. Admiraba las flores y degustaba el café chocolatado, fumando y
llorando junto a cualquier vidrio empapado de lluvia. Alba amaba sin intenciones,
y tenía esos problemas de las empedernidas por vivir.
Se mofaba de los hombres ricos y glotones, y se entristecía por las
mujeres que callaban. Suspiró melancólica, a la vez que regresaba al papel y a
los conjuros.
Las horas habían pasado, tanto, que el campanario de la iglesia comenzó
a convocar a los fieles al rebaño, pero no llegaba nítidamente a oídos de El
Federal. Él nunca había sido devoto del claustro ni de los rezos, él se
dedicaba a otros asuntos un poco más mundanos. Las puertas que habían dado paso
al mundo entero, empezaron a aletear. Avisaban que la tarde iba cayendo sin
necesidad de campanas.
La humedad despegó de los adoquines y entró antes de que la
dejaran afuera. Las cigarras callaron, las velas se multiplicaron y la muchacha
pegada al ventanal, dentro del café ubicado sobre la vieja callejuela, no se
había marchado.
Así como las personas cambian con la claridad de las horas diurnas
y la espesura de las nocturnas, ese lugar rimbombante había tenido esos mismos
vicios durante más de un centenario. Fue conocido como almacén, como depósito
de bebidas ilegales, como hueco de timba, y no se privó de alojar a mujeres que
desahogaban las ansias de federales y algún que otro unitario, en cuartos donde
entraba nada más que un puñado de botones. Alba lo adoraba por esas y un par de
razones más, porque ella necesitaba de las historias para enamorarse. Hoy no
había cambiado mucho, al igual que aquel patíbulo que acogía figuras celestiales.
Las otras razones eran una sola, ya que provenían de un mismo cuerpo,
pero se expandían de tal manera que se magnificaban, creándole esa ilusión.
Alba no era muy conocida allí, no poseía el dinero que tampoco le hacía falta,
mas guardaba secretos, deseos, dentro de su morral.
Se removió inquieta en la silla, intentando parecer distante y
algo más digna entre el barullo de los ciudadanos de aquellas horas, por si la
encontraba antes. Nunca lograba definir el rincón por dónde llegaría.
Había una criatura que aparecía cuando la supernova se volvía
estrella vieja. La llamaba, le imploraba su compañía con un trago o tres antes
del amor. Alba no era conocida allí, no tenía dinero que valiese, ni la
criatura rebosante de noche se vendía, sin embargo, entre esas paredes se
armaba el juego.
Alba abrió la boca para exhalar el aire enviciado a su alrededor,
y ese grito hacia adentro, hacia su vientre, atrajo lo esperado. La arrojó directo
a los nudos que rápidamente se deshicieron con aquella media luna un poco más
arriba de su mentón afilado.
Allí estaba ella, elevada sobre las escaleras, sonriéndole, y Alba
se alejaba de la cordura ante todo lo letárgico que esa criatura desprendía. Sus
buenas costumbres salían corriendo, el dintel de su cabeza se inclinaba hacia
su beso, el corazón tiritaba.
Le devolvió la sonrisa cuando la criatura se balanceó brevemente
contra la baranda.
Su pecho planicie chocaba contra la madera gastada. Ese pecho era
vapor debajo de su lengua, lengua que temblaba al saber que en muy poco tiempo,
el lunar que distraía de su labio inferior le guiñaría su ojo de terracota.
Las palmas le sudaban, murmuraban en línea directa a su estatura,
que desde esa distancia se cernía sobre ella como un pedestal. Le pedía con ese
arco y su cabellera negra, que subiese. La aguardaban sus piernas de senderos para
abrazarla. Pero Alba quería tensar un poco más el rezago de los nudos de su vientre.
No la conocían mucho por allí y ella tampoco conocía a la criatura
desbordante de noche. Dos veces nada más se habían invitado entre doseles a
partirse las bocas en los trozos del cuerpo que desearan, y la anónima le había
escrito en su espalda que cuando regresara, al tercer jueves de lluvia, le
diría su nombre para que lo apretara entre dientes y lo guardara después.
Ese tercer jueves era el pacto que aún no culminaba. Tal vez al
amanecer. Pero antes debía viajar ese tramo, colarse en el ápice de su voz que
olería a ron. Debía subir un peldaño tras otro y restarle importancia a la mano
que se sostenía del pasamano de la escalera y se frenaba por el sudor, porque
la de la otra la atraparía al final. Tiraría y le enseñaría el camino a los
confines. Iba a saltar.
Sus dedos se enredaron, se sabían buscadas. Se miraron, se sabían reveladas.
Y caminaron sin prisa.
Porque Alba y esa criatura se encontraban a desarmar el tiempo.
Para ser algo en el tiempo. Para no olvidarse de que existían, mientras afuera
el mundo de las otras y los otros continuaba girando.
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